Por el Campo de Montiel (tierra roja, aluminio plateado, alcaides felones y guerrilleros cabales)

Artículo aparecido en Balcón de Infantes, Junio 2008

Son muchos los motivos para hacer viajes por esta tierra. Pero, acaso, el más fuerte de todos sea el de andarla paso a paso, conocerla por todos y cada uno de sus caminos, y rebuscar; sí, rebuscar en sus cosas, en la historia de sus cosas. Por eso, tan pronto tiene uno un hueco, sin más pensarlo, se pone a caminar y a recordar por nuestro Campo de Montiel.
El día impregnado de paz y de silencio nos lleva a Villamanrique, antes de cruzarlo paramos un momento. Se hace irresistible no admirar a pie quieto la soberbia iglesia de San Andrés Apóstol, reflexionando sobre su retablo partido y el balcón de aluminio encasquetado en la Casa Grande, que nos hace pensar en esplendores de otra época. Sin poderlo evitar, se nos viene a la memoria los nombres de Jorge Manrique el de las Coplas a la muerte de mi padre (las cuales, al decir de Lope de Vega, deberían estar escritas con letras de oro), a quien Francisco de Quevedo dedicó estas palabras: “¡Qué Pitágoras ¡ Phoílides ¡ Theógnides y Catón latino no se dejan venzer de las Coplas de don Jorje Manrrique, nunca bastantemente admiradas de las jentes? y Rodrigo, el padre, que dio nombre y talla a esta población, “tanto famoso e tan valiente”, que diría su hijo. Don Rodrigo, siguiendo la política de la nobleza castellana en aquellos momentos, no cesó de presionar a los vecinos de la Torre de Juan Abad con el fin de despoblarla y anexionársela. El “buen caballero que hizo muy buenas cosas en armas” según la Crónica de Santiago, no consiguió su propósito, debió de dar en tosca.
La carretera a Puebla del Príncipe estaba sola, sin tráfico. Sólo quedan, en lo alto, dos águilas que trazan lentos círculos en la pizarra del cielo plomizo. El águila se siente cómoda en el aire muy revuelto, del que se guarecen las aves peor dotadas. Las tempestades son, en todas sus manifestaciones, eficaces eliminadoras de débiles. Hay también sectores sociales que se amadrigan al primer trueno. Se pregunta uno dónde se han metido, siendo tan aparentes y lúcidos poco antes. Esperan a que salga el sol, hecho que no les exige ni esfuerzo ni riesgo.
Ea, a lo que iba: en la Puebla, con David, sus padres Rosa y Julián Luis, de alma caliente e intolerantes a la chabacanería, que no viven la vida sino en su estética, remiramos ese portento de torre medieval a la que anta–o ascendían los quintos siguiendo una tradición saladísima. Inmediata a Puebla del Príncipe, podemos visitar la ermita de Mairena, que se correspondería con la antigua población de Mariana citada por Tito Livio, colocada en el Camino hercúleo, uno de los más antiguos de España que partiendo de Cádiz llegaba hasta Roma (el pretor Cayo Mario fundó a Mariana más de cien años antes del nacimiento de Cristo, para desde allí perseguir a los salteadores que infestaban la comarca y tener la llave de los que viajaban a los llamados Montes Marianos y ahora decimos Sierra Morena).
Proseguimos entre tierra roja, sin mistificaciones, que aún no sabe, apenas, del turismo y sus destrozos. Admiramos el impresionante retablo de la ermita de Nuestra Señora de Luciana en Terrrinches, donde se conserva integrado en el núcleo urbano el torreón del siglo XIII construido sobre antigua edificación defensiva musulmana. El castillo, levantado con materiales pobres y con una exigua guarnición formada por el alcaide y, posiblemente, varios parientes suyos o de su mujer, acaso, facilitaría el incidente del año 1434, en el que la mujer del alcaide promete a los defensores que, si la secundan y tiran por una almena al calzonazos de su marido -un tal Presonero relatan las Relaciones Topográficas de Felipe II-, impediría que el castillo cayese en poder de los moros granadinos de Huéscar, lo que de hecho consigue. En la Edad Media, como ahora, había mujeres y hombres para todos los gustos.
En Albaladejo, donde algunos aún se acuerdan de las trapacerías del “Dios de Reolid” y otros de su madre, allá arriba, en lo más alto, comprobamos que el castillo no está muerto del todo, puesto que fue cementerio, y con la mira puesta en el instante dichoso en que habría de reunirme con Daniel Lillo, bajo sin prisas, que a la alegría también se llega paso a paso, para recordar y rendir solitario tributo a Francisco Abad Moreno “Chaleco” por estas calles de Albaladejo, donde venía a descansar de sus largas escaramuzas contra aquellos intrusos y saqueadores venidos de otro país. El resultado obtenido por este guerrillero, después de setenta y ocho acciones de guerra fue la muerte de más de mil trescientos cincuenta franceses. Se le nombra comandante general de la Mancha, pero paradojas de la vida, como constitucional fue ahorcado en la plaza del Triunfo de Granada por nuestro gobierno, dejando viuda y cinco huérfanas.
El viajero no debe marcharse de Albaladejo sin disfrutar de la bonhomía de Ángel Coronado y de Daniel Lillo, hombre dinámico y de un gran amor por las cosas de su pueblo, también guerrillero, utópico, de palabras comedidas y conversación maravillosa (el bacín de la zorra -visita obligada de los bodorrios-, el museo del amor en la era de moliza -pergamino en piedra-), pero en lo que respecta a la salvaguarda de vocablos del ayer, bien historiados y bien itinerantes por los senderos de la vida, pocos serían los que mojasen la oreja a Daniel.
Aunque todo el término del pueblo contiene importantes yacimientos arqueológicos, merece la pena observar la villa romana de Puente de la Olmilla complementado con el majestuoso mosaico exhibido en su Casa de Cultura.
Subimos a Santa Cruz de los Cáñamos para recordar y coincidir con Quevedo en que en estas paces es donde mejor se puede curar el alma, la situación del lugar es de las que tienen características de primitiva población. Su iglesia dedicada a San Bartolomé, muy antigua y enigmática fue levantada, según los entendidos, sobre lo que fuera un antiguo castro o fuerte celta.
Para atender al cuerpo, de inmediato nos llegamos a comer hasta la posada de dos venerables manchegas, las hermanas Alicia y María Sánchez Arroyo. Siguen practicando con dedicación la cocina popular, desde pistos y adobos hasta judías con perdiz; me zampo unos productos de la matanza guisoteados tan primorosamente que no se los salta un gitano con sabañones. Agustín de Rojas, en Alabanza del puerco, pasa lista a los siguientes: “La morcilla, el adobado, la cecina, el pernil,/que las paredes y techos/ mejor componen y adornan/ que brocado y terciopelo”. Para alegrar este almuerzo serio tomo un vino, al que el mismo Jesucristo no hubiera renunciado para concelebrar las bodas de Canaán, pero es Quevedo, en un hermoso soneto, el que ensalza a un vino precioso con mosquitos (“motas borrachas, pájaras vinosas”), dentro: “Liendres de la vendimia, yo os admito/ en mi gaznate, pues tenéis por soga/ al nieto de la vid, licor bendito./ Toma en el trago hacia mi nuez la boga;/ que, bebiéndoos a todos, me desquito/ del vino, que bebisteis y os ahoga”.
Tripas llevan a pies, que no pies llevan a tripas, así que enfilamos la carretera hacia Almedina (El Fuerte), “custodia de los caminos más concurridos de Andalucía, y, ni se mueve un peón, ni se mueve un caballo, que no escape a su vigilancia”. Tras el acojone de Presonero, hasta aquí llegaron aquellos cabronazos: “... siendo Huescar de los moros, vinieron a esta villa, e la robaron e saquearon, e se llevaron muchas personas, hombres, mujeres e niños, sin dejar a nadie sino fue a las personas que se escondieron en dos cuevas que son tan largas que no les hallan cabo...”, “... María Gallega, que siendo ni–a había sido cautiva en el dicho saco e la habían llevado a Guesca y de allí la rescataron sus deudos...”
En el capítulo 38 de las Relaciones Topográficas de Beas de Segura, enterados los de esta villa del suceso, leemos lo que ocurrió a la vuelta de los agarenos al Reino de Granada: “salieron a escaramuzar con ellos los dos caballeros Ulloas y hacerles el más mal que pudiesen. Los cuales se llamaban, el uno Per Yánez de Ulloa, y el otro Juan Ulloa, hermanos. Y en la dicha escaramuza, habiendo hecho en los moros los dichos caballeros mucho daño, matando e hiriendo algunos de ellos, el dicho Per Yánez de Ulloa salió con un flechazo en un ojo y se lo quebraron”. Según el estudioso Miguel Mellina sería Yánez de Ulloa allegado del gran pintor renacentista Fernando Yánez de la Almedina, “el único manchego que cenó con Leonardo Da Vinci” en frase afortunada de Antonio Alfonsea.
El camino de Almedina a Torre de Juan Abad fue una delicia. La carretera era cinta gris tendida sobre un paisaje entero, meditando. En la quietud, algunas parejas de perdices rojas cruzaban parsimoniosas, elegantes. Los escasos automovilistas tenían que frenar, a veces, para no atropellar a los perdigones que andaban por el asfalto como por su casa.
Entre sombras llegamos a la Torre, sus farolas se han iluminado, a través de sus cristales percibimos su luz, una época romántica nos envuelve, se ha parado el tiempo. Y tú te quedas sin saber qué hacer. O miras las farolas o contemplas las estrellas que brillan más que nunca en el infinito.
Podemos, así, tan sencillamente, sin complicaciones, sin torceduras de corazón, ser felices por el Campo de Montiel.

José María Lozano Cabezuelo

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